Han pasado casi
veinte años y aun recuerdo como si fuera ayer, el día que decidí abandonar la
tierra que me vio nacer. Apenas tuve tiempo de telefonear a mi madre que vivía
al otro extremo de la isla para notificarle mi partida. En ese instante sentí
deseos de abrazarla, pedirle perdón por los malos ratos que le hice pasar y
decirle cuanto le amaba, pero la distancia impedía el contacto personal entre
ambos.
Recuerdo su
voz temblorosa y entrecortada cuando decía. Cuídate mucho hijo, espero tu
decisión sea sabia, por favor no tardes en llamarme.
Al
escucharla sentí como todo se derrumbaba en mi interior, la consolé como pude y
le prometí volvernos a ver muy pronto. También le prometí estar al tanto de lo
que necesitara y ayudarla a mejorar sus condiciones de vida, no la escuche
llorar, pero sabía que su corazón lo hacía en silencio.
Triste
fueron los momentos que viví, dejaba atrás a mi familia, amigos y a la mas
bella de las antillas. Después de arribar a mi nuevo destino, cada día lejos de
mis viejos, mi hija, mis hermanos, me parecían años, poco a poco me fui
adaptando a la nueva forma de vida y a la nueva sociedad.
Luego del
primer año sin ver a los míos, comencé a hacer planes para visitarlos al
siguiente, así pasaron dos, tres y muchos mas. Nunca dejaba de ayudarlos, en
especial a mis padres, los más necesitados por sus avanzadas edades.
El tiempo
implacable no perdonaba y la promesa de volver a ver a mi madre se quedaba cada
vez más lejos, hasta que un día llego la triste noticia de su fallecimiento.
En más de
una ocasión sentí la corazonada de poder arribar a mi patria y besar su suelo,
caminar por el barrio donde crecí y visitar la tumba de aquella que me dio la
vida, pero era solo eso, una corazonada.
Continué
pendiente de mi padre hasta que también dejo este mundo para ir a acompañar a
mi viejita. Me duele haber quedado en deuda con ellos por no poder regresar,
pero ese es el precio que hay que pagar por la libertad, libertad que también
ellos gozan en el mas allá.
JBRA.
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