Nacieron con apenas unos minutos de diferencia, durante algo más de ocho
meses, habían compartido el mismo útero. La niñez de los gemelos transcurrió en
un ambiente sano por lo que se veían siempre felices y bien atendidos. Al entrar en la adolescencia,
tuvieron que enfrentar la pérdida, primero de su padre y luego de su madre a la
que juraron en su lecho de muerte no separarse
por el resto de sus días.
Pasado los treinta años, uno de los hermanos decidió contraer matrimonio
con la condición de seguir conviviendo en la misma casa, fruto de la
herencia de sus padres.
Todo transcurría en una aparente armonía. Cada tarde, la ahora señora de
la casa, esperaba a los hermanos con el café servido después de terminar largas
y agotadoras jornadas de trabajo cultivando la tierra.
Se hizo costumbre que el matrimonio ocupara un viejo pero robusto banco de madera que conservaron sus padres de
sus ancestros, el otro hermano lo hacía en un maltrecho sillón de hierro.
Un lluvioso día, ante la imposibilidad de ir a realizar sus labores
agrícolas, el esposo decidió hacer algunas gestiones personales y realizar unas
compras pendientes en el mercado más cercano.
Al regresar a la casa, después de algunas horas, se dirigió al cuarto al
no ver a su esposa esperándolo y sobre la cama encontró un pequeño papel donde
se leía solo una palabra, “perdóname”.
Desesperadamente buscó a su esposa, pero no obtuvo resultado, había
partido sin dar explicaciones. Al preguntar a su hermano, este en aparente
calma le dijo no saber nada acerca de ella.
Transcurrían los días, el hombre sentado en el banco donde cada tarde
compartía un café con su amada, sentía pasar el tiempo lentamente, esperanzado
con su regreso, aprendió a vivir con el
silencio de su ausencia.
La amaba incondicionalmente, cada noche construía sueños e imaginaba
nuevas aventuras junto a ella, no había dudas de que su amor era puro, era del
bueno.
Los meses pasaron transformándose en años y aquel fiel enamorado
continuaba a la espera de alguna noticia de la única mujer a la que había
entregado su corazón, a la que prometió amor eterno.
Un día también lluvioso, el hombre ahora con su cabellera blanca, el
cuerpo encorvado y gastado por las décadas vividas, divisó con mucha
dificultad, dos siluetas que se acercaban a su vieja casa. Sentado como era
costumbre en su banco de madera, pregunto a los visitantes con voz ronca y
entrecortada quienes eran.
Se escucho una voz de mujer decir su nombre, la sorpresa fue tan grande,
que apenas el hombre escuchó la
presentación de la otra persona. La mujer también gastada por el tiempo
se acerco al rostro pálido del sufrido amante, deposito un beso en su fría y
sudorosa frente, volvió a repetir su nombre y muy suavemente tomo sus manos, se
sentó junto a él, en el mismo banco como lo hacían antes y
susurro a su oído algunas palabras que lejos de alegrar al maltrecho esposo lo
transformaron en un cuadro de dolor.
El, intentó hablar, pero sus labios no lograron abrirse, titubeo, trató
de ponerse en píe, pero no tenía fuerzas
para hacerlo.
Cuando logró recuperarse, miro fijamente a quien acompañaba a la mujer y
como si no lo hubiese visto al llegar, volvió a preguntar quién era. Es mi
hijo, contesto ella, tiene cincuenta años y también es tu sobrino
Confundido, pero aun tomados de la mano, miro al cielo como pidiendo una
explicación a Dios. Fijo la mirada en los ojos de la mujer y le dijo, estas
perdonada.
El anciano notablemente nervioso,
se excusó para ingresar al interior de la vivienda, cerró la puerta y la
aseguró. Después de unos minutos, se escucharon
dos fuertes disparos. Cuando la mujer y
su hijo lograron entrar, dos cuerpos yacían tendidos en el suelo, aun vivo y
con trabajo para respirar, se escucho al moribundo esposo pedir perdón por
haber tomado la justicia por su mano.
La mujer cegada por el llanto, coloco la
cabeza de su amante sobre su falda,
acarició sus cabellos y volvió a besar su frente mientras sus ojos se
cerraban para siempre.
El hijo que no tuvo la oportunidad de mediar palabra alguna con su padre
comenzaba a comprender el sufrimiento que acompañó a su madre durante tanto tiempo, ayudo a levantarla y abrasándose a ella
le pidió perdón por reprocharle tantas veces el vivir en soledad.
Camino al pueblo para informar a las autoridades lo sucedido, ambos
tomados de la mano, se alejaban de la
humilde casa, dejando una vez más al silencio como único acompañante de
los cuerpos, esta vez ya sin vida.
JBRA
JBRA
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